Si alguien cree que 11 candidatos a la presidencia es un número exagerado que, a la vez que expresa la magnitud de la fragmentación política, dilata la cédula de votación le damos la razón. Claro que en el pasado llegamos a contar 20 planchas inscritas, con lo que 11 significa una mejora, pero es un magro consuelo, aunque es seguro que más de la mitad de los postulantes ni siquiera lograrán hacerse conocer por los electores.
Es verdad que cualquier politólogo podría explicar que esta aglomeración no expresa similar variedad de ideas y proyectos, sino la mera ambición de un puñado de hombres y mujeres decididos a hacer de la política un modo de vida, sin ningún otro espíritu de servicio. Y que esta multiplicación de candidaturas no responde a las inclinaciones de los votantes, que no pasan de favorecer una media docena de alternativas.
Pero los restantes, aunque minoría de minorías no aceptan la posibilidad de un retiro, puesto que cuentan, sino con un milagro, con la esperanza de instalar una imagen o un gesto que quede en el imaginario colectivo. En ese sentido, no les interesa ganar una elección –algo fuera de lo posible–, sino disfrutar por breves semanas del estatus que confiere ser candidato. Ellos saben que la verdadera pelea se juega en los primeros lugares indicados por las encuestas.
En cuanto a los que están delante, su principal preocupación es disparar contra el puntero, que también tiene en su contra despertar la antipatía de quienes se encuentran en el poder y que hilan sus argucias con paciencia de araña. El viejo juego del palo ensebado que LAS identificó como el favorito de la política peruana, mantiene toda su vigencia: basta subir unos puntos para que los demás se pongan a tirar hacia abajo.
Tal vez por eso la campaña, en lugar de desplegar ideas-fuerza, vive al ritmo de la rumorología, esa especialidad publicitaria que consiste en lanzar medias verdades o directas falsedades sobre el adversario a fin de liquidarlo moralmente, o mantenerlo tan ocupado en desmentirlas que distraiga sus propios objetivos. Cualquier táctica es aceptable, no importa si tiene bases ciertas o no, con tal de descontar unos cuantos puntos al adversario.
El exceso de candidatos, la abundancia de psicosociales, la intervención de quienes fungen de grandes electores, cuando su posición les debería imponer una estricta neutralidad, son típicos de un país cuyos índices macroeconómicos no se compensan con similar crecimiento en el orden político o cultural. Sin embargo, todo elector, y en especial aquel que está por un cambio o reforma del modelo, debería ser consciente de que con su voto puede cambiar la historia.
(*) Tomado del Editorial del diario La República, edición del 5 de febrero de 2011.
Es verdad que cualquier politólogo podría explicar que esta aglomeración no expresa similar variedad de ideas y proyectos, sino la mera ambición de un puñado de hombres y mujeres decididos a hacer de la política un modo de vida, sin ningún otro espíritu de servicio. Y que esta multiplicación de candidaturas no responde a las inclinaciones de los votantes, que no pasan de favorecer una media docena de alternativas.
Pero los restantes, aunque minoría de minorías no aceptan la posibilidad de un retiro, puesto que cuentan, sino con un milagro, con la esperanza de instalar una imagen o un gesto que quede en el imaginario colectivo. En ese sentido, no les interesa ganar una elección –algo fuera de lo posible–, sino disfrutar por breves semanas del estatus que confiere ser candidato. Ellos saben que la verdadera pelea se juega en los primeros lugares indicados por las encuestas.
En cuanto a los que están delante, su principal preocupación es disparar contra el puntero, que también tiene en su contra despertar la antipatía de quienes se encuentran en el poder y que hilan sus argucias con paciencia de araña. El viejo juego del palo ensebado que LAS identificó como el favorito de la política peruana, mantiene toda su vigencia: basta subir unos puntos para que los demás se pongan a tirar hacia abajo.
Tal vez por eso la campaña, en lugar de desplegar ideas-fuerza, vive al ritmo de la rumorología, esa especialidad publicitaria que consiste en lanzar medias verdades o directas falsedades sobre el adversario a fin de liquidarlo moralmente, o mantenerlo tan ocupado en desmentirlas que distraiga sus propios objetivos. Cualquier táctica es aceptable, no importa si tiene bases ciertas o no, con tal de descontar unos cuantos puntos al adversario.
El exceso de candidatos, la abundancia de psicosociales, la intervención de quienes fungen de grandes electores, cuando su posición les debería imponer una estricta neutralidad, son típicos de un país cuyos índices macroeconómicos no se compensan con similar crecimiento en el orden político o cultural. Sin embargo, todo elector, y en especial aquel que está por un cambio o reforma del modelo, debería ser consciente de que con su voto puede cambiar la historia.
(*) Tomado del Editorial del diario La República, edición del 5 de febrero de 2011.