Los olvidados (*)
Por Martín Riepl, para Etiqueta Negra
En abril de 2009 el ex presidente del Perú Alberto Fujimori fue condenado a 25 años de prisón por ser el autor intelectual de las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta. Pero mucho tiempo antes hubo dos hombres que se animaron a atestiguar en contra del funcionario, y sus testimonios resultaron indispensables para la condena. Pero nada se supo de ellos hasta el momento. Aquí está su historia.
Foto: Claudia Alva, para Etiqueta Negra
La mañana en que iban a sentenciar a Alberto Fujimori, un hombre interesado en su condena libraba una batalla inútil contra un televisor. La señal era pésima. Fujimori lucía muy elegante frente al tribunal que durante más de quince meses lo juzgaba por el asesinato de veinticinco personas. Vestía un traje negro y una corbata oscura. El rostro parco de siempre delataba cierta ansiedad. Jugaba con un bolígrafo y evitaba ver a los jueces. A ratos tomaba notas con los labios apretados. Detrás de una mampara de vidrio, sus hijos Keiko y Kenji tenían el gesto gélido de quien se apresta a escuchar una mala noticia, la peor de todas. Los rodeaban algunos congresistas de su partido. Nadie murmuraba cuando el juez principal empezó a decir: «Este tribunal declara que los cuatro cargos objeto de imputación se encuentran probados más allá de toda duda razonable. Por consiguiente, la sentencia que se emitirá es condenatoria». La sala estaba abarrotada. Allí también estaban los familiares de las víctimas, varios observadores internacionales, periodistas, fotógrafos y camarógrafos que registraban cada detalle de la sesión. Cada cierto tiempo, los corresponsales daban cuenta del alboroto que había en los exteriores de esa base policial donde durante dieciséis meses se juzgaba al ex presidente. Una multitud de fujimoristas vestidos con sus características camisetas anaranjadas había acudido a apoyar a su líder. Grupos de activistas de derechos humanos exigían una condena ejemplar. Los policías contenían la euforia de esos dos grupos rivales. Las imágenes del juicio se transmitían a todas las cadenas internacionales de noticias. Pero se filtraban con dificultad en las laderas de un cerro de Lima, donde Justo Arizapana estaba de visita. Él, que había descubierto los restos humanos de la masacre de la Cantuta, el primer testigo del caso más contundente contra Fujimori, se esforzaba por entender con claridad la lectura de la sentencia. Quería saber si hablarían de él. Pero en las cuatro horas que duró aquella sesión histórica, como decían los comentaristas de la televisión, nadie pronunció su nombre en esa sala.
Ni siquiera en el barrio de Chosica, donde él se había escondido durante años, recordaban su verdadera identidad. Algunos vecinos que lo veían después de mucho tiempo lo saludaron llamándolo Juan. Otros le decían Julio. Otros Julián. Eran los nombres falsos que Justo Arizapana había usado durante los años en que temía que los militares lo buscarían para vengarse por lo que había hecho.
Esa misma mañana, en Comas, al extremo opuesto de la ciudad, otro testigo olvidado escuchaba la sentencia mientras preparaba una sopa en la cocina de su casa. «Nosotros pusimos ahí al presidente. A mí esto me parece como una película. He visto todo el juicio, desde que comenzó, y se ha hecho justicia», dijo Guillermo Catacora mientras revolvía la olla con un cucharón de madera. A los setenta y ocho años, él todavía atiende a una de sus hijas que sufre de retardo mental. Ella esperaba el almuerzo. Catacora dejó el cucharón y bajó el fuego. «Los mencionados delitos de homicidio calificado constituyen crímenes contra la humanidad», leía la relatora del tribunal por la televisión. Afuera hacía sol. Algunos jóvenes jugaban al fútbol en la pista. Un minuto antes del mediodía, llegó la sentencia: «…condenándolo a veinticinco años de pena privativa de la libertad, que computados desde su detención en Chile vencerán el 10 de febrero del año 2032». Fujimori saldría de prisión a los noventa y tres años. Era la primera vez que se dictaba una condena a un ex presidente en América Latina por crímenes contra los derechos humanos. Catacora, el otro hombre que ayudó a que eso fuera posible, tampoco escuchó su nombre.
¿Acaso debían aceptar el anonimato como castigo por sus actos? Semanas después de finalizado ese juicio, los dos testigos se han reunido en casa de Catacora. Allí tratan de entender este nuevo capítulo de su historia: esa mañana, el tribunal pudo haber mencionado sus nombres, pero no lo hizo. «En los juicios se necesitan pruebas y la nuestra fue la más importante –dice Justo Arizapana, que tiene el cabello muy negro y es bajo de estatura–. Sin los cuerpos no había nada. No sé por qué no nos tomaron en cuenta». Se refiere a los huesos humanos que él desenterró en un cerro de Lima, en 1993: los restos de los desaparecidos. Ahora es una mañana de mayo del 2009, y Arizapana ha regresado después de pasar algunos días en Chosica, en la sierra de Lima. Vive en casa de Catacora desde marzo, por generosidad de su amigo, a quien ayuda en su taller de artesanías. No tiene hogar propio ni esposa ni hijos. Durante el proceso a Fujimori, la sala citó a ochenta y tres personas para recoger sus testimonios, pero nunca a esos dos amigos. Ellos ya tenían su propio veredicto. «No interesan los años que le dieron [a Fujimori]. Es un asesino y por su culpa vivimos corridos muchos años», dirá Arizapana en algún momento.
Las consecuencias de su paradójico anonimato pesan en el ánimo de ambos.
–Si hubiera sabido lo que nos iba a pasar, jamás hubiera denunciado las fosas –dice Arizapana–. Todos se han beneficiado, menos nosotros.
Él exagera. Gracias a ellos, muchas personas obtuvieron justicia o celebridad. Pero también hubo otros que después de toparse con Arizapana y su hallazgo la iban a pasar mal.
Catacora pudo ser una de esas personas, pero él piensa distinto. Es un hombre alto, de cabello negro, que no aparenta su edad, salvo por unos dientes postizos que le incomodan al hablar.
–No me arrepiento de haber denunciado las fosas –dice frente a su camarada–. Lo haría de nuevo. Aún sabiendo lo que nos iba a pasar, lo denunciaría otra vez.
–¿Y por qué? –le pregunto.
–Porque los dos estamos en la historia.
Pero la historia no siempre es lo que uno imagina. A Arizapana, por ejemplo, ni siquiera lo conocen los deudos de las víctimas de La Cantuta. «Yo nunca lo he visto –me dirá días después Gisela Ortiz la hermana de uno de esos estudiantes asesinados. Es la vocera de los deudos–. Sé que él descubrió las fosas, pero no lo conozco. Si me lo han presentado, la verdad, no lo recuerdo».
¿Por qué nadie se acordaba de ellos?
(*) Tomado de http://entretenimiento.latam.msn.com/articulo_etiquetanegra.aspx?cp-documentid=20784380
Por Martín Riepl, para Etiqueta Negra
En abril de 2009 el ex presidente del Perú Alberto Fujimori fue condenado a 25 años de prisón por ser el autor intelectual de las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta. Pero mucho tiempo antes hubo dos hombres que se animaron a atestiguar en contra del funcionario, y sus testimonios resultaron indispensables para la condena. Pero nada se supo de ellos hasta el momento. Aquí está su historia.
Foto: Claudia Alva, para Etiqueta Negra
La mañana en que iban a sentenciar a Alberto Fujimori, un hombre interesado en su condena libraba una batalla inútil contra un televisor. La señal era pésima. Fujimori lucía muy elegante frente al tribunal que durante más de quince meses lo juzgaba por el asesinato de veinticinco personas. Vestía un traje negro y una corbata oscura. El rostro parco de siempre delataba cierta ansiedad. Jugaba con un bolígrafo y evitaba ver a los jueces. A ratos tomaba notas con los labios apretados. Detrás de una mampara de vidrio, sus hijos Keiko y Kenji tenían el gesto gélido de quien se apresta a escuchar una mala noticia, la peor de todas. Los rodeaban algunos congresistas de su partido. Nadie murmuraba cuando el juez principal empezó a decir: «Este tribunal declara que los cuatro cargos objeto de imputación se encuentran probados más allá de toda duda razonable. Por consiguiente, la sentencia que se emitirá es condenatoria». La sala estaba abarrotada. Allí también estaban los familiares de las víctimas, varios observadores internacionales, periodistas, fotógrafos y camarógrafos que registraban cada detalle de la sesión. Cada cierto tiempo, los corresponsales daban cuenta del alboroto que había en los exteriores de esa base policial donde durante dieciséis meses se juzgaba al ex presidente. Una multitud de fujimoristas vestidos con sus características camisetas anaranjadas había acudido a apoyar a su líder. Grupos de activistas de derechos humanos exigían una condena ejemplar. Los policías contenían la euforia de esos dos grupos rivales. Las imágenes del juicio se transmitían a todas las cadenas internacionales de noticias. Pero se filtraban con dificultad en las laderas de un cerro de Lima, donde Justo Arizapana estaba de visita. Él, que había descubierto los restos humanos de la masacre de la Cantuta, el primer testigo del caso más contundente contra Fujimori, se esforzaba por entender con claridad la lectura de la sentencia. Quería saber si hablarían de él. Pero en las cuatro horas que duró aquella sesión histórica, como decían los comentaristas de la televisión, nadie pronunció su nombre en esa sala.
Ni siquiera en el barrio de Chosica, donde él se había escondido durante años, recordaban su verdadera identidad. Algunos vecinos que lo veían después de mucho tiempo lo saludaron llamándolo Juan. Otros le decían Julio. Otros Julián. Eran los nombres falsos que Justo Arizapana había usado durante los años en que temía que los militares lo buscarían para vengarse por lo que había hecho.
Esa misma mañana, en Comas, al extremo opuesto de la ciudad, otro testigo olvidado escuchaba la sentencia mientras preparaba una sopa en la cocina de su casa. «Nosotros pusimos ahí al presidente. A mí esto me parece como una película. He visto todo el juicio, desde que comenzó, y se ha hecho justicia», dijo Guillermo Catacora mientras revolvía la olla con un cucharón de madera. A los setenta y ocho años, él todavía atiende a una de sus hijas que sufre de retardo mental. Ella esperaba el almuerzo. Catacora dejó el cucharón y bajó el fuego. «Los mencionados delitos de homicidio calificado constituyen crímenes contra la humanidad», leía la relatora del tribunal por la televisión. Afuera hacía sol. Algunos jóvenes jugaban al fútbol en la pista. Un minuto antes del mediodía, llegó la sentencia: «…condenándolo a veinticinco años de pena privativa de la libertad, que computados desde su detención en Chile vencerán el 10 de febrero del año 2032». Fujimori saldría de prisión a los noventa y tres años. Era la primera vez que se dictaba una condena a un ex presidente en América Latina por crímenes contra los derechos humanos. Catacora, el otro hombre que ayudó a que eso fuera posible, tampoco escuchó su nombre.
¿Acaso debían aceptar el anonimato como castigo por sus actos? Semanas después de finalizado ese juicio, los dos testigos se han reunido en casa de Catacora. Allí tratan de entender este nuevo capítulo de su historia: esa mañana, el tribunal pudo haber mencionado sus nombres, pero no lo hizo. «En los juicios se necesitan pruebas y la nuestra fue la más importante –dice Justo Arizapana, que tiene el cabello muy negro y es bajo de estatura–. Sin los cuerpos no había nada. No sé por qué no nos tomaron en cuenta». Se refiere a los huesos humanos que él desenterró en un cerro de Lima, en 1993: los restos de los desaparecidos. Ahora es una mañana de mayo del 2009, y Arizapana ha regresado después de pasar algunos días en Chosica, en la sierra de Lima. Vive en casa de Catacora desde marzo, por generosidad de su amigo, a quien ayuda en su taller de artesanías. No tiene hogar propio ni esposa ni hijos. Durante el proceso a Fujimori, la sala citó a ochenta y tres personas para recoger sus testimonios, pero nunca a esos dos amigos. Ellos ya tenían su propio veredicto. «No interesan los años que le dieron [a Fujimori]. Es un asesino y por su culpa vivimos corridos muchos años», dirá Arizapana en algún momento.
Las consecuencias de su paradójico anonimato pesan en el ánimo de ambos.
–Si hubiera sabido lo que nos iba a pasar, jamás hubiera denunciado las fosas –dice Arizapana–. Todos se han beneficiado, menos nosotros.
Él exagera. Gracias a ellos, muchas personas obtuvieron justicia o celebridad. Pero también hubo otros que después de toparse con Arizapana y su hallazgo la iban a pasar mal.
Catacora pudo ser una de esas personas, pero él piensa distinto. Es un hombre alto, de cabello negro, que no aparenta su edad, salvo por unos dientes postizos que le incomodan al hablar.
–No me arrepiento de haber denunciado las fosas –dice frente a su camarada–. Lo haría de nuevo. Aún sabiendo lo que nos iba a pasar, lo denunciaría otra vez.
–¿Y por qué? –le pregunto.
–Porque los dos estamos en la historia.
Pero la historia no siempre es lo que uno imagina. A Arizapana, por ejemplo, ni siquiera lo conocen los deudos de las víctimas de La Cantuta. «Yo nunca lo he visto –me dirá días después Gisela Ortiz la hermana de uno de esos estudiantes asesinados. Es la vocera de los deudos–. Sé que él descubrió las fosas, pero no lo conozco. Si me lo han presentado, la verdad, no lo recuerdo».
¿Por qué nadie se acordaba de ellos?
(*) Tomado de http://entretenimiento.latam.msn.com/articulo_etiquetanegra.aspx?cp-documentid=20784380
1 comentario:
TRINCHERA ROJA es el nombre más apropiado; por la sangre derramada por asesinos psicópatas como Fujimori. Una pena que haya aún gente que crea que un corrupto, asesino y ladrón, tenga "gran respaldo del pueblo".
Nunca es tarde para recapacitar, estimados amigos. Reconstruyamos nuestra democracia con confianza y unidad. Cuando se desea y quiere, TODO ES POSIBLE.
Un cordial abrazo,
Miguel Checa
Publicar un comentario