A Iquitos en su 147º aniversario
Y se fue el Gran Rey. El imponente gigante, el monarca indiscutible de los ríos, el Amazonas, le sacó la vuelta a la distraída, engreída y altiva ciudad de Iquitos, su Reina Consorte por casi dos siglos. Sus aguas, que por tantos años acariciaron el ajetreado barrio bajo de Belén, los coquetos malecones Tarapacá y Maldonado, y la industriosa Avenida de la Marina, se fueron para bañar otras riberas. Los científicos hicieron un sinnúmero de sesudos estudios y conjeturas sobre dinámica de ríos, geología e hidrología para explicar el fenómeno; algunos políticos y dirigentes gremiales le echaron la culpa al centralismo, y hubo quienes hasta sugirieron convocar un paro regional de protesta. Sin embargo, los shamanes indígenas, luego de un sinnúmero de sesiones con la Gran Madre Ayahuasca, coincidieron en otra explicación, mucho más atávica y "amazónica": el noble río se fue, abandonó a su consorte citadina, asqueado de décadas de maltrato.
Todos creyeron que el matrimonio entre Iquitos y el Amazonas sería eterno, que la agustiniana Capilla de la Consolación, a la misma vera del gigante de los ríos, y la Iglesia Matriz, ambas testigos de los inicios de esta auspiciosa relación, le otorgaban el aval divino a una relación que se auguraba larga y próspera. Todos se equivocaron.
El Monarca de los Ríos venía años amenazando marcharse, envió señales inequívocas de que estaba harto de los iquiteños, de su bulla, de su basura, de su decadencia y frivolidad, y se fue separando poco a poco de las orillas de Iquitos; al principio fue un poquito, ya no bañaba la zona baja de Belén, el barrio más bullicioso y contaminado desde ese tiempo; luego fue separándose más, abandonando calles más elegantes, hasta llegar a la Plaza de Armas… Hubo unos años en que, quizás creyendo que la somnolienta ciudad no se daba cuenta de sus señales de malestar, el Amazonas se dedicó a mordisquear sus calles, llevándose en sus turbulentas aguas unas cuantas cuadras de las calles Napo, Nauta, Pevas, Yavarí…
Pero la perezosa y altiva Iquitos ni se inmutó, continuó con su vida disipada, indiferente y tropical. Iquitos, la ciudad con nombre femenino a pesar de acabar en una masculina “o”, se despertó un día para descubrir que el Gran Río ya no pasaba ni por el norteño barrio de Punchana. Las aguas del Gran Monarca habían abandonado definitivamente a Iquitos, su antaño inseparable compañera.
Quizás el Amazonas le perdonó a la ciudad sus primeras locuras, la vorágine extractivista y de atropellos contra los indígenas que asolaron sus riberas durante la fiebre del caucho, protagonizados por los hombres de tez blanca que tenían su base en la ciudad; al fin y al cabo, Iquitos era en ese tiempo una adolescente, y quizás el Gran Río pensó que esos antojos y requiebros eran pasajeros. Quizás el Amazonas tardó en comprender que los hombres de tez pálida que saqueaban sus recursos no eran como los indígenas que vivieron en sus riberas por milenios, aprovechando esos mismos recursos sin depredarlos. Que eran una raza diferente, entre la que había gente más ambiciosa, y con menos escrúpulos, a la que no le importaba más que el dinero.
Quizás por eso le perdonó también más tarde las otras olas extractivas que acabaron con sus más queridos hijos, los caimanes, las charapas y los manatíes en sus lagos, durante la fiebre del comercio de productos de animales silvestres, y más tarde la salvaje matanza de paiches, monos, huanganas y sajinos, gamitanas y sábalos…
Pero lo que el enamorado monarca no le perdonó a su casquivana consorte fueron los desprecios y agresiones de las últimas décadas, que rebasaron con creces el vaso de su inmensa, colosal, secular paciencia. Soportó un siglo de saqueos, pero no pudo soportar los miles de toneladas de basura y desechos de la industria, los millones de plásticos, vidrios y latas arrojados a sus aguas, y de galones de aceites quemados, petróleo y aguas saladas de los pozos petroleros, y los vertidos de los desagües pestilentes que fueron igualmente a parar en él, así como el ruido insoportable de las fiestas y de miles de vehículos sin silenciador en las calles de Iquitos.
Cansado de toda esta terrible agresión a sus aguas y a los bosques bañados por ellas, el Amazonas se fue apartando poco a poco y dejó de acariciar las orillas de ésta su hija predilecta, Iquitos, hoy incrustada como un quiste, como un amazónico angochupo, en medio de la selva más extensa y otrora más prístina del mundo. La desidia y corrupción de los humanos gestores de los destinos de Iquitos pagó su precio, y hoy la abandonada reina consorte se regodea despreocupada e indiferente en su basura, su bulla y sus frívolas fiestas.
El Gran Rey dejó en su reemplazo, al más puro estilo de saga nobiliaria, a su servidor el río Itaya. Humilde, cholo y contaminado por aguas servidas y desperdicios de todo tipo. Ahora Iquitos se asoma a un afluente menor, una barragana fluvial al más puro estilo de las concubinas de la época virreinal.
Los shamanes, sin embargo, entre humos de mapacho y mareos de la Ayahuasca, han consultado a los espíritus sabios de la selva, y a los Tunchis, las almas de los Antiguos, y han vaticinado una luz de esperanza. Esta generación de humanos ruidosos, contaminadores, corruptos y desidiosos se irá (¡sí, increíble, pasará!), y el Gran Monarca y la Gran Reina casquivana tendrán una nueva luna de miel y otros mil años de armonioso romance. La Ayahuasca no se equivoca, y vaticina una segunda oportunidad. Los espíritus del río y de la selva, la Yacumama, la Sachamama, los Yacurunas, el Shapishico y el Chullachaqui se han reunido para unir sus fuerzas y ejecutar sus ícaros, junto con los shamanes, para conjurar a la nueva era.
Los shamanes lo anuncian: la lánguida y perezosa Iquitos despertará de su locura un día, y volverá una nueva generación de hombres y mujeres, como los de antaño, que verán de nuevo a la selva, al Gran Río con sus afluentes, y a sus habitantes como hermanos, y no como enemigos o esclavos, o como un botín a saquear. Hombres y mujeres como los antiguos de piel cobriza, que respetarán de nuevo al árbol, al mono y al caimán como a sus familias, que le pedirán permiso a la madre del bosque para poder cazar los animales y dar, así, de comer a sus hijos, o para cortar un árbol para su canoa, como hicieron los hombres antiguos por miles de años. El Gran Río entregará de nuevo con generosidad y gusto los frutos de sus cochas y sus bosques, y verá crecer con ellos y bañarse en sus límpidas aguas a nuevas generaciones de niños sanos y felices.
La Ayahuasca no se equivoca y lo anuncia, el Gran Rey volverá a reinar con todo su esplendor en su selva rejuvenecida: volverán un día las lupunas a reflejar su imponente perfil en las aguas límpidas de sus cochas, las caobas a dominar con sus copas el bosque en las colinas, las charapas a poner por millones sus ricos huevos en sus playas, los guacamayos y loros a engalanar las copas de sus árboles y a comer arcilla en los barrancos de sus orillas; volverán las collpas hoy vacías a bullir de animales, los mijanos de gamitanas, sábalos y boquichicos a surcar por millones sus aguas, los grandes bandos de tibes, garzas, tuyuyos y manshacos a patrullar sus aguas. Los manatíes y bufeos volverán a bañarse perezosos en sus ríos y lagos, y ya no morirán con sus estómagos reventados por los plásticos o contaminados sus tejidos con metales pesados; los lobos de río retozarán con sus crías persiguiendo a los peces como lo hicieron por milenios, despreocupados del mercurio y el plomo que un día envenenaba su sangre.
Los Espíritus de la Selva lo anuncian: volverá la armonía que un día reinó entre seres humanos, plantas y animales, el paraíso en que todos eran hermanos. Los ríos y cochas yermos, los bosques desolados, las aguas contaminadas, la cloaca inmensa en que se convirtieron los ríos y cochas alrededor de la otrora pestilente, ruidosa y caótica Iquitos serán recuerdos vagos del pasado, que los viejos contarán a la luz límpida de las estrellas y los ayañahuis, y los niños casi no creerán que hubo un día tanta irresponsabilidad y tanta agresión contra el Amazonas y sus selvas.
Iquitos y su fiebre depredadora, su bullicio insoportable y su basura serán como un mal recuerdo, como una pesadilla del pasado, un momento de locura adolescente que, felizmente, no volverá jamás. Una nueva Iquitos, habitada por hombres y mujeres realmente humanos, renacerá de sus cenizas y, lo dice la Ayahuasca, habrá un nuevo romance de diez mil años entre el Gran Rey de los ríos, el Amazonas, y su favorita, la alocada, perezosa y distraída… Iquitos.
(*) Gracias a la cortesía de Gino Ceccarelli.
Y se fue el Gran Rey. El imponente gigante, el monarca indiscutible de los ríos, el Amazonas, le sacó la vuelta a la distraída, engreída y altiva ciudad de Iquitos, su Reina Consorte por casi dos siglos. Sus aguas, que por tantos años acariciaron el ajetreado barrio bajo de Belén, los coquetos malecones Tarapacá y Maldonado, y la industriosa Avenida de la Marina, se fueron para bañar otras riberas. Los científicos hicieron un sinnúmero de sesudos estudios y conjeturas sobre dinámica de ríos, geología e hidrología para explicar el fenómeno; algunos políticos y dirigentes gremiales le echaron la culpa al centralismo, y hubo quienes hasta sugirieron convocar un paro regional de protesta. Sin embargo, los shamanes indígenas, luego de un sinnúmero de sesiones con la Gran Madre Ayahuasca, coincidieron en otra explicación, mucho más atávica y "amazónica": el noble río se fue, abandonó a su consorte citadina, asqueado de décadas de maltrato.
Todos creyeron que el matrimonio entre Iquitos y el Amazonas sería eterno, que la agustiniana Capilla de la Consolación, a la misma vera del gigante de los ríos, y la Iglesia Matriz, ambas testigos de los inicios de esta auspiciosa relación, le otorgaban el aval divino a una relación que se auguraba larga y próspera. Todos se equivocaron.
El Monarca de los Ríos venía años amenazando marcharse, envió señales inequívocas de que estaba harto de los iquiteños, de su bulla, de su basura, de su decadencia y frivolidad, y se fue separando poco a poco de las orillas de Iquitos; al principio fue un poquito, ya no bañaba la zona baja de Belén, el barrio más bullicioso y contaminado desde ese tiempo; luego fue separándose más, abandonando calles más elegantes, hasta llegar a la Plaza de Armas… Hubo unos años en que, quizás creyendo que la somnolienta ciudad no se daba cuenta de sus señales de malestar, el Amazonas se dedicó a mordisquear sus calles, llevándose en sus turbulentas aguas unas cuantas cuadras de las calles Napo, Nauta, Pevas, Yavarí…
Pero la perezosa y altiva Iquitos ni se inmutó, continuó con su vida disipada, indiferente y tropical. Iquitos, la ciudad con nombre femenino a pesar de acabar en una masculina “o”, se despertó un día para descubrir que el Gran Río ya no pasaba ni por el norteño barrio de Punchana. Las aguas del Gran Monarca habían abandonado definitivamente a Iquitos, su antaño inseparable compañera.
Quizás el Amazonas le perdonó a la ciudad sus primeras locuras, la vorágine extractivista y de atropellos contra los indígenas que asolaron sus riberas durante la fiebre del caucho, protagonizados por los hombres de tez blanca que tenían su base en la ciudad; al fin y al cabo, Iquitos era en ese tiempo una adolescente, y quizás el Gran Río pensó que esos antojos y requiebros eran pasajeros. Quizás el Amazonas tardó en comprender que los hombres de tez pálida que saqueaban sus recursos no eran como los indígenas que vivieron en sus riberas por milenios, aprovechando esos mismos recursos sin depredarlos. Que eran una raza diferente, entre la que había gente más ambiciosa, y con menos escrúpulos, a la que no le importaba más que el dinero.
Quizás por eso le perdonó también más tarde las otras olas extractivas que acabaron con sus más queridos hijos, los caimanes, las charapas y los manatíes en sus lagos, durante la fiebre del comercio de productos de animales silvestres, y más tarde la salvaje matanza de paiches, monos, huanganas y sajinos, gamitanas y sábalos…
Pero lo que el enamorado monarca no le perdonó a su casquivana consorte fueron los desprecios y agresiones de las últimas décadas, que rebasaron con creces el vaso de su inmensa, colosal, secular paciencia. Soportó un siglo de saqueos, pero no pudo soportar los miles de toneladas de basura y desechos de la industria, los millones de plásticos, vidrios y latas arrojados a sus aguas, y de galones de aceites quemados, petróleo y aguas saladas de los pozos petroleros, y los vertidos de los desagües pestilentes que fueron igualmente a parar en él, así como el ruido insoportable de las fiestas y de miles de vehículos sin silenciador en las calles de Iquitos.
Cansado de toda esta terrible agresión a sus aguas y a los bosques bañados por ellas, el Amazonas se fue apartando poco a poco y dejó de acariciar las orillas de ésta su hija predilecta, Iquitos, hoy incrustada como un quiste, como un amazónico angochupo, en medio de la selva más extensa y otrora más prístina del mundo. La desidia y corrupción de los humanos gestores de los destinos de Iquitos pagó su precio, y hoy la abandonada reina consorte se regodea despreocupada e indiferente en su basura, su bulla y sus frívolas fiestas.
El Gran Rey dejó en su reemplazo, al más puro estilo de saga nobiliaria, a su servidor el río Itaya. Humilde, cholo y contaminado por aguas servidas y desperdicios de todo tipo. Ahora Iquitos se asoma a un afluente menor, una barragana fluvial al más puro estilo de las concubinas de la época virreinal.
Los shamanes, sin embargo, entre humos de mapacho y mareos de la Ayahuasca, han consultado a los espíritus sabios de la selva, y a los Tunchis, las almas de los Antiguos, y han vaticinado una luz de esperanza. Esta generación de humanos ruidosos, contaminadores, corruptos y desidiosos se irá (¡sí, increíble, pasará!), y el Gran Monarca y la Gran Reina casquivana tendrán una nueva luna de miel y otros mil años de armonioso romance. La Ayahuasca no se equivoca, y vaticina una segunda oportunidad. Los espíritus del río y de la selva, la Yacumama, la Sachamama, los Yacurunas, el Shapishico y el Chullachaqui se han reunido para unir sus fuerzas y ejecutar sus ícaros, junto con los shamanes, para conjurar a la nueva era.
Los shamanes lo anuncian: la lánguida y perezosa Iquitos despertará de su locura un día, y volverá una nueva generación de hombres y mujeres, como los de antaño, que verán de nuevo a la selva, al Gran Río con sus afluentes, y a sus habitantes como hermanos, y no como enemigos o esclavos, o como un botín a saquear. Hombres y mujeres como los antiguos de piel cobriza, que respetarán de nuevo al árbol, al mono y al caimán como a sus familias, que le pedirán permiso a la madre del bosque para poder cazar los animales y dar, así, de comer a sus hijos, o para cortar un árbol para su canoa, como hicieron los hombres antiguos por miles de años. El Gran Río entregará de nuevo con generosidad y gusto los frutos de sus cochas y sus bosques, y verá crecer con ellos y bañarse en sus límpidas aguas a nuevas generaciones de niños sanos y felices.
La Ayahuasca no se equivoca y lo anuncia, el Gran Rey volverá a reinar con todo su esplendor en su selva rejuvenecida: volverán un día las lupunas a reflejar su imponente perfil en las aguas límpidas de sus cochas, las caobas a dominar con sus copas el bosque en las colinas, las charapas a poner por millones sus ricos huevos en sus playas, los guacamayos y loros a engalanar las copas de sus árboles y a comer arcilla en los barrancos de sus orillas; volverán las collpas hoy vacías a bullir de animales, los mijanos de gamitanas, sábalos y boquichicos a surcar por millones sus aguas, los grandes bandos de tibes, garzas, tuyuyos y manshacos a patrullar sus aguas. Los manatíes y bufeos volverán a bañarse perezosos en sus ríos y lagos, y ya no morirán con sus estómagos reventados por los plásticos o contaminados sus tejidos con metales pesados; los lobos de río retozarán con sus crías persiguiendo a los peces como lo hicieron por milenios, despreocupados del mercurio y el plomo que un día envenenaba su sangre.
Los Espíritus de la Selva lo anuncian: volverá la armonía que un día reinó entre seres humanos, plantas y animales, el paraíso en que todos eran hermanos. Los ríos y cochas yermos, los bosques desolados, las aguas contaminadas, la cloaca inmensa en que se convirtieron los ríos y cochas alrededor de la otrora pestilente, ruidosa y caótica Iquitos serán recuerdos vagos del pasado, que los viejos contarán a la luz límpida de las estrellas y los ayañahuis, y los niños casi no creerán que hubo un día tanta irresponsabilidad y tanta agresión contra el Amazonas y sus selvas.
Iquitos y su fiebre depredadora, su bullicio insoportable y su basura serán como un mal recuerdo, como una pesadilla del pasado, un momento de locura adolescente que, felizmente, no volverá jamás. Una nueva Iquitos, habitada por hombres y mujeres realmente humanos, renacerá de sus cenizas y, lo dice la Ayahuasca, habrá un nuevo romance de diez mil años entre el Gran Rey de los ríos, el Amazonas, y su favorita, la alocada, perezosa y distraída… Iquitos.
(*) Gracias a la cortesía de Gino Ceccarelli.
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