Tomado del Boletín 9 - Año 3 - Conflictos Interculturales
EL TEMERARIO DECRETO 1015
por Wilfredo Ardito Vega
Hace algunos meses, la representación del Perú en las Naciones Unidas estuvo entre las más entusiastas promotoras de la Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, por la cual los gobiernos se comprometen a respetar derechos como el territorio y a consultar a los indígenas sobre las decisiones que les afecten.
Para muchos dirigentes indígenas y campesinos peruanos, sin embargo, era desalentador que, mientras tanto, el gobierno peruano presentaba al Congreso el Proyecto de Ley 1992, que facilitaba la disolución de las comunidades campesinas andinas y las comunidades nativas amazónicas.
Históricamente, las tierras de las comunidades indígenas peruanas han generado el interés de otras personas. En 1824 Simón Bolívar decretó su disolución, permitiendo que muchos hacendados se apropiaran de las tierras. Las comunidades indígenas no fueron reconocidas hasta un siglo después y la Constitución de 1933 prohibió que sus tierras fueran adquiridas por terceros, debido a que existían diversos mecanismos de presión hacia los campesinos para obligarlos a vender.
La Constitución de 1993 señaló, mas bien, que las comunidades campesinas y nativas eran autónomas en cuanto a la libre disposición de sus tierras, pero ellas no estaban interesadas en disponer de ellas, por las vinculaciones ancestrales que poseen.
El Proyecto 1992 busca enfrentar ese pequeño problema: a diferencia de lo que ocurre en cualquier otra copropiedad o persona jurídica, para vender las tierras de una comunidad campesina o nativa no hace falta que la mayoría de los integrantes esté de acuerdo. Basta que aprueben la venta o la disolución de la comunidad la mayoría de asistentes a una asamblea cualquiera, así constituyan una pequeña minoría.
De esta forma, por ejemplo, será muy fácil a una empresa minera o petrolera interesada en los recursos naturales existentes dentro de una comunidad presionar o convencer a diez o doce de sus integrantes ofreciéndoles algún beneficio.
Frente a este panorama, la Comisión de Pueblos Amazónicos, Andinos y Afroperuanos y Ecología rechazó el proyecto y todo indicaba que lo mismo ocurriría en la Comisión Agraria. Por ello, cuando los últimos asistentes extranjeros a la cumbre ALC-UE se habían retirado y ya no era necesario mostrar una imagen democrática, el gobierno aprobó el Decreto Legislativo 1015 que contiene exactamente el mismo texto que el Proyecto 1992.
La nueva norma atenta contra la seguridad jurídica en las zonas rurales y generará una fuerte inestabilidad social: al abrir paso a divisiones internas entre los campesinos y a todo tipo de conflictos. Sin embargo, para el gobierno, las comunidades, son los “perros del hortelano”, las responsables de su propia miseria y del atraso del país.
Un gobierno democrático debería consultar con la población afectada una medida tan grave, especialmente si está obligado a hacerlo, tanto por el Convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas, como por la misma Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas que impulsó hace algunos meses.
De manera temeraria, el gobierno abre un nuevo escenario de conflicto precisamente en aquellas zonas del país donde tiene menos respaldo. Paradójicamente, la conmoción social que se puede producir, constituye el peor escenario para la promoción de inversiones que tanto anhela el presente régimen.
EL TEMERARIO DECRETO 1015
por Wilfredo Ardito Vega
Hace algunos meses, la representación del Perú en las Naciones Unidas estuvo entre las más entusiastas promotoras de la Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, por la cual los gobiernos se comprometen a respetar derechos como el territorio y a consultar a los indígenas sobre las decisiones que les afecten.
Para muchos dirigentes indígenas y campesinos peruanos, sin embargo, era desalentador que, mientras tanto, el gobierno peruano presentaba al Congreso el Proyecto de Ley 1992, que facilitaba la disolución de las comunidades campesinas andinas y las comunidades nativas amazónicas.
Históricamente, las tierras de las comunidades indígenas peruanas han generado el interés de otras personas. En 1824 Simón Bolívar decretó su disolución, permitiendo que muchos hacendados se apropiaran de las tierras. Las comunidades indígenas no fueron reconocidas hasta un siglo después y la Constitución de 1933 prohibió que sus tierras fueran adquiridas por terceros, debido a que existían diversos mecanismos de presión hacia los campesinos para obligarlos a vender.
La Constitución de 1993 señaló, mas bien, que las comunidades campesinas y nativas eran autónomas en cuanto a la libre disposición de sus tierras, pero ellas no estaban interesadas en disponer de ellas, por las vinculaciones ancestrales que poseen.
El Proyecto 1992 busca enfrentar ese pequeño problema: a diferencia de lo que ocurre en cualquier otra copropiedad o persona jurídica, para vender las tierras de una comunidad campesina o nativa no hace falta que la mayoría de los integrantes esté de acuerdo. Basta que aprueben la venta o la disolución de la comunidad la mayoría de asistentes a una asamblea cualquiera, así constituyan una pequeña minoría.
De esta forma, por ejemplo, será muy fácil a una empresa minera o petrolera interesada en los recursos naturales existentes dentro de una comunidad presionar o convencer a diez o doce de sus integrantes ofreciéndoles algún beneficio.
Frente a este panorama, la Comisión de Pueblos Amazónicos, Andinos y Afroperuanos y Ecología rechazó el proyecto y todo indicaba que lo mismo ocurriría en la Comisión Agraria. Por ello, cuando los últimos asistentes extranjeros a la cumbre ALC-UE se habían retirado y ya no era necesario mostrar una imagen democrática, el gobierno aprobó el Decreto Legislativo 1015 que contiene exactamente el mismo texto que el Proyecto 1992.
La nueva norma atenta contra la seguridad jurídica en las zonas rurales y generará una fuerte inestabilidad social: al abrir paso a divisiones internas entre los campesinos y a todo tipo de conflictos. Sin embargo, para el gobierno, las comunidades, son los “perros del hortelano”, las responsables de su propia miseria y del atraso del país.
Un gobierno democrático debería consultar con la población afectada una medida tan grave, especialmente si está obligado a hacerlo, tanto por el Convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas, como por la misma Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas que impulsó hace algunos meses.
De manera temeraria, el gobierno abre un nuevo escenario de conflicto precisamente en aquellas zonas del país donde tiene menos respaldo. Paradójicamente, la conmoción social que se puede producir, constituye el peor escenario para la promoción de inversiones que tanto anhela el presente régimen.
Caricatura tomada de El Otorongo edición del día viernes 30 de mayo 2008